- La temeraria frase del presidente no puede ser minimizada so
pretexto de que su estilo de comunicación es coloquial.
¿Se imagina alguien
el escándalo político que desataría Keiko Fujimori si declarase en una
actividad pública: “Si queremos progresar en el Perú, tenemos que colgar a los
rateros”? ¿O si esa misma frase hubiese sido pronunciada por Ollanta Humala o
Alan García mientras eran presidentes?
Las acusaciones sobre la vena autoritaria y reñida con el
orden institucional de la expresión no se harían esperar. Y justificadamente.
Porque, en efecto, hay en ella una incitación a la violencia. Se trataría, en
suma, de un exabrupto inaceptable en cualquier caso y de extrema gravedad, si
proviniese de un líder político o de un mandatario.
Ocurre sin embargo que eso es exactamente lo que el
presidente Kuczynski dijo el lunes
pasado ante los ciudadanos del distrito de La Arena, en Piura, sin que a los
voceros del oficialismo les haya parecido que sus palabras merezcan mayor
comentario.
“El presidente de la
República se desenvuelve en un estilo campechano”, ha apuntado el vocero
alterno de la bancada de Peruanos por el
Kambio (PPK), Juan Sheput; mientras que la vicepresidenta y también
congresista Mercedes Aráoz ha hablado de “una
cosa coloquial, que la gente usa” y de no buscarle “tres pies al gato”.
Igual actitud despreocupada, por lo demás, parecen tener al
respecto el presidente del Consejo de Ministros, Fernando Zavala, y la titular
de Educación, Marilú Martens, que acompañaron al mandatario durante la visita
al referido distrito y aplaudieron la sentencia como si se hubiese tratado de
una frase iluminada. En honor a la verdad, hasta algunos parlamentarios de
oposición presente, como Luciana León y Marisol Espinoza, celebraron el brulote
con palmas.
El ‘estilo coloquial’,
no obstante, no puede ser una excusa para minimizar o pasar por agua tibia una
afirmación así de temeraria de parte de quien encarna a la nación y encabeza el
Estado. Menos, en un país donde la tendencia a hacer justicia por propia mano y
los linchamientos están peligrosamente difundidos.
Por citar solo un ejemplo, de acuerdo a la Municipalidad
Provincial de San Román (Puno), el año pasado se lograron controlar en ese
lugar 29 intentos de linchamiento a supuestos delincuentes. ¿Es verosímil que, de haber escuchado la
arenga presidencial, los participantes de esos conatos criminales se la
hubiesen tomado como un giro campechano?
¿Por qué, entonces,
tanta pasividad ante un descuido tan peligroso?
Lo que sucede, al parecer, es que, a fuerza de desatinos
verbales, el jefe del Estado habría agotado la capacidad de sorpresa de muchos.
Porque coloquiales tampoco fueron sus anuncios de querer ‘jalarse’ a algunos
miembros de la bancada fujimorista, sus confesiones acerca de la nula
preocupación que le merece que haya “un poquito de contrabando” o la
altisonante respuesta que les dedicó a los ‘criticones’ del proyecto del
aeropuerto de Chinchero: “¡Cállense la
boca; déjennos trabajar!”. Y cualquier lector informado sabe que los
ejemplos podrían continuar sin necesidad de echar mano de los exabruptos que
salpicaron su campaña presidencial.
Pero la resignación ante la persistencia de la destemplanza
en los mensajes presidenciales o, peor aún, la simulación de que nada ha
sucedido son malas recetas. No solo por el desigual rasero para medir a los
distintos líderes políticos que entrañan, sino porque constituyen gestos que podrían
ser percibidos por quien tantos errores comete como una indicación de que estos
en el fondo no son tan graves.
Por elemental que parezca, en lugar de aplaudirlo, alguien
tiene que recordarle al jefe de Estado que al dirigirse a la población,
justamente, siempre debe incidir en que a los ‘rateros’ primero tiene que probárseles el delito en sede judicial;
y que la pena de muerte es una posibilidad negada para ese tipo de delitos por
la Constitución.
Y, sobre todo, que si quiere sostener la recuperación que ha
experimentado su aprobación, tiene que administrar más juiciosamente su
elocuencia.
Fuente: ElComercio
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