Queridos
hermanos y hermanas: ¡Feliz Navidad!
La
mirada y el corazón de los cristianos de todo el mundo se dirigen hacia Belén.
Allí, donde en estos días reinan dolor y silencio, resonó el anuncio esperado
durante siglos: «Les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc 2,11).
Estas fueron las palabras del ángel en el cielo de Belén y hoy se dirigen
también a nosotros. Nos llena de confianza y esperanza saber que el Señor nació
por nosotros; que la Palabra eterna del Padre, el Dios infinito, puso su morada
entre nosotros; que se hizo carne, vino «y habitó entre nosotros» (Jn 1,14).
¡Esta es la noticia que cambia el curso de la historia!
El
anuncio de Belén es «una gran alegría» (Lc 2,10). ¿Qué
alegría? No es la felicidad pasajera del mundo, ni la alegría de la
diversión, sino una “gran” alegría, porque nos hace “grandes”.
Hoy, en efecto, nosotros seres humanos, con nuestros límites, abrazamos la
certeza de una esperanza inaudita, la de haber nacido para el cielo. Sí, Jesús
nuestro hermano vino a hacer que su Padre sea nuestro Padre. Siendo un Niño
frágil, nos revela la ternura de Dios; y mucho más: Él, el Unigénito del Padre,
nos da el «poder de llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1,12).
Esta es la alegría que consuela el corazón, que renueva la esperanza y da la
paz; es la alegría del Espíritu Santo, la alegría de ser hijos amados.
Hermanos
y hermanas, en medio de las tinieblas de la tierra, hoy en Belén se ha
encendido una llama inextinguible; en medio de la oscuridad del mundo, hoy
prevalece la luz de Dios, que «ilumina a todo hombre» (Jn 1,9).
¡Hermanos y hermanas, alegrémonos por esta gracia! Alégrate tú, que has
perdido la confianza y las certezas, porque no estás solo, no estás sola:
¡Cristo ha nacido por ti! Alégrate tú, que has abandonado la esperanza,
porque Dios te tiende su mano; no te señala con el dedo, sino que te ofrece su
manito de Niño para liberarte de tus miedos, para aliviarte de tus fatigas y
mostrarte que a sus ojos eres valioso como ningún otro. Alégrate tú, que en el
corazón no encuentras la paz, porque se ha cumplido la antigua profecía de
Isaías: «Un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado […] y se le da por
nombre: […] Príncipe de la paz» (9,5). La Escritura revela que su paz, su reino
no tendrán fin (cf. 9,6).
En
la Escritura, al Príncipe de la paz se le opone «el Príncipe de este mundo» (Jn 12,31)
que, sembrando muerte, actúa en contra del Señor, «que ama la vida» (Sb 11,26).
Lo vemos obrar en Belén cuando, después del nacimiento del Salvador, sucede la
matanza de los inocentes. Cuántas matanzas de inocentes en el mundo: en el
vientre materno, en las rutas de los desesperados que buscan esperanza, en las
vidas de tantos niños cuya infancia está devastada por la guerra. Estos niños
cuya infancia ha sido devastada por la guerra, por las guerras, son los
pequeños Jesús de hoy.
Entonces,
decir “sí” al Príncipe de la paz significa decir “no” a la
guerra, y esto con valentía, decir “no” a la guerra, a toda guerra, a la
misma lógica de la guerra, un viaje sin meta, una derrota sin vencedores, una
locura sin excusas. Esto es la guerra, un viaje sin meta, una derrota sin
vencedores, una locura sin excusas. Pero para decir “no” a la guerra es
necesario decir “no” a las armas. Porque si el hombre, cuyo corazón es
inestable y está herido, encuentra instrumentos de muerte entre sus manos,
antes o después los usará. ¿Y cómo se puede hablar de paz si la producción,
la venta y el comercio de armas aumentan? Hoy, como en el tiempo de
Herodes, las intrigas del mal, que se oponen a la luz divina, se mueven a la
sombra de la hipocresía y del ocultamiento. ¡Cuántas masacres debidas a las
armas ocurren en un silencio ensordecedor, a escondidas de todos! La gente,
que no quiere armas sino pan, que le cuesta seguir adelante y pide paz, ignora
cuántos fondos públicos se destinan a los armamentos. ¡Y, sin embargo,
deberían saberlo! Que se hable sobre esto, que se escriba sobre esto, para
que se conozcan los intereses y los beneficios que mueven los hilos de las
guerras.
Isaías,
que profetizaba al Príncipe de la paz, escribió acerca de un día en el que «no
levantará la espada una nación contra otra»; de un día en el que los
hombres «no se adiestrarán más para la guerra», sino que «con
sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas» (2,4). Con la ayuda
de Dios, pongámonos manos a la obra para que ese día llegue.
Que
llegue en Israel y Palestina, donde la guerra sacude la vida de esas
poblaciones; abrazo a ambas, en particular a las comunidades cristianas de Gaza
—la parroquia de Gaza— y de toda Tierra Santa. Llevo en el corazón el dolor por
las víctimas del execrable ataque del pasado 7 de octubre y renuevo un
llamamiento apremiante para la liberación de quienes aún están retenidos como
rehenes. Suplico que cesen las operaciones militares, con sus dramáticas
consecuencias de víctimas civiles inocentes, y que se remedie la desesperada
situación humanitaria permitiendo la llegada de ayuda. Que no se siga
alimentando la violencia y el odio, sino que se encuentre una solución a la
cuestión palestina, por medio de un diálogo sincero y perseverante entre las
partes, sostenido por una fuerte voluntad política y el apoyo de la comunidad
internacional. Hermanos y hermanas, recemos por la paz en Palestina y en
Israel.
Mi
pensamiento se dirige además a la población de la martirizada Siria, como
también a la de Yemen, que sigue sufriendo. Pienso en el querido pueblo libanés
y ruego para que pueda recuperar pronto la estabilidad política y social.
Con
los ojos fijos en el Niño Jesús imploro la paz para Ucrania. Renovemos nuestra
cercanía espiritual y humana a su martirizado pueblo, para que a través del
sostén de cada uno de nosotros sienta el amor de Dios en lo concreto.
Que
llegue el día de la paz definitiva entre Armenia y Azerbaiyán. Que la
favorezcan la prosecución de las iniciativas humanitarias, el regreso de los
desplazados a sus hogares de manera legal y segura, y el respeto mutuo de las
tradiciones religiosas y de los lugares de culto de cada comunidad.
No
olvidemos las tensiones y los conflictos que perturban a las regiones del Sahel,
el Cuerno de África y Sudán, como también a Camerún, la República
Democrática del Congo y Sudán del Sur.
Que
llegue el día en el que se consoliden los vínculos fraternos en la península
coreana, abriendo vías de diálogo y reconciliación que puedan crear las
condiciones para una paz duradera.
El
Hijo de Dios, que se hizo un Niño humilde, inspire a las autoridades políticas
y a todas las personas de buena voluntad del continente americano, para hallar
soluciones idóneas que lleven a superar las disensiones sociales y políticas, a
luchar contra las formas de pobreza que ofenden la dignidad de las personas, a
resolver las desigualdades y a afrontar el doloroso fenómeno de las
migraciones.
Desde
el pesebre, el Niño nos pide que seamos voz de los que no tienen voz: voz de
los inocentes, muertos por falta de agua y de pan; voz de los que no logran
encontrar trabajo o lo han perdido; voz de los que se ven obligados a huir de
la propia patria en busca de un futuro mejor, arriesgando la vida en viajes
extenuantes y a merced de traficantes sin escrúpulos.
Hermanos
y hermanas, se acerca el tiempo de gracia y esperanza del Jubileo, que
comenzará dentro de un año. Que este periodo de preparación sea ocasión para
convertir el corazón; para decir “no” a la guerra y “sí”
a la paz; para responder con alegría a la invitación del Señor que nos
llama, como había profetizado Isaías, «a llevar la buena noticia a los
pobres, / a vendar los corazones heridos, / a proclamar la liberación a los
cautivos / y la libertad a los prisioneros» (Is 61,1).
Estas
palabras se cumplieron en Jesús (cf. Lc 4,18), nacido hoy en
Belén. Acojámoslo, abrámosle el corazón a Él, el Salvador. Abrámosle el corazón
a Él, el Salvador, que es el Príncipe de la paz.
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