"El mal periodismo no distingue una vieja Underwood de
un celular de última generación".
El 24 de octubre del 2018, minutos después de que se
anunciara la muerte de Javier Pérez de Cuéllar en las redes
sociales, los ojos de la redacción estaban puestos sobre la sección
Política. El Comercio no podía estar ajeno a la que no solo
era la noticia del día, sino una de las más importantes de ese trajinado año.
Mientras pensábamos cómo enfrentar la cobertura (se imponía elaborar
un perfil, recordar su asunción a la Secretaría General de la ONU,
su candidatura presidencial, su participación política tras el regreso a la
democracia, buscar fotografías en el archivo, grabar un video, entre otros
etcéteras), el equipo de Política trabajaba intensamente con el objetivo de
confirmar la noticia.
Los pésames se multiplicaron en Twitter durante
esos minutos eternos en que quienes estábamos en la redacción veíamos cómo
medios importantes empezaban a hablar en tono fúnebre mientras El
Comercio se mantenía en silencio. Carmen Mendoza, editora de Política,
puso fin a la ansiedad: la noticia era falsa.
Algunos maledicentes sostienen que las nuevas tecnologías
han arruinado al periodismo. No lo creo. El mal periodismo no distingue una vieja
Underwood de un celular de última generación.
Lo que ha pasado es mucho más simple y doloroso: algunos
periodistas se han olvidado de hacer su trabajo. Embriagados por las modernas
herramientas a mano, han preferido dejarse llevar por la ola del inmediatismo,
de esa carrera tonta que creemos ganará quien alza más la voz o usa el adjetivo
más contundente. Es el reino de la sentencia antes de la confirmación, de la
frase pretendidamente genial así no tenga un milímetro de contenido.
Periodismo es confirmar antes de publicar. Es tener presente
que esto que algunos llaman una profesión y García Márquezconsideraba
un oficio es, antes que nada, una forma de servir a la sociedad.
El 1 de junio del 2009, un avión de Air France que
había partido desde Río de Janeiro rumbo a París, cayó al
Océano Atlántico. Sus 228 ocupantes, incluidos 12 tripulantes, murieron. Días
después, un distinguido piloto de una aerolínea nacional llamó a la redacción
del Diario para ofrecer imágenes de la tragedia.
“Se han difundido en Europa y me las ha
enviado mi hermana. Parece que alguien ha encontrado la memoria de una cámara
fotográfica de uno de los viajeros. Se las quiero entregar a ustedes porque son
un medio serio y podrán difundirlas adecuadamente”, dijo –palabras más, palabras
menos– el distinguido piloto.
Las fotos eran impactantes. Mostraban el instante en que la
nave se partía y los pasajeros salían despedidos al vacío. Cualquier medio del
mundo habría deseado tenerlas en su poder para publicarlas.
El único problema es que no eran reales. Pertenecían a la
serie “Lost”, como lo
comprobó uno de nuestros redactores.
Cuando llamamos al distinguido piloto para hacerle ver que
había sido víctima de un bulo, este no encontró palabras para disculparse.
Rápidamente cortó la comunicación.
(Dicho sea de paso, las imágenes fueron difundidas como una
exclusiva mundial por el noticiero de un canal de televisión boliviano).
Lo verosímil no necesariamente es real. Aquello que responde a nuestra manera de ver las cosas, que se acomoda a lo que nos gusta, no es inevitablemente cierto.
La crisis de credibilidad que padece el periodismo es
consecuencia de no haber enfrentado la maleza informativa que a todos nos
agobia con las armas de la verdad.
¿Cómo podemos recuperar la confianza de la gente?
Los nuevos formatos, las asombrosas alternativas que brinda
la tecnología moderna, sirven para llegar de una manera más
directa, rápida, atractiva, vivencial, a un usuario que ha cambiado su forma de
relacionarse con los medios. Pero la esencia sigue siendo la misma: el
contenido. Y este tiene que ser de calidad. Solo el periodismo salvará
al periodismo. Por ahí está la salida.
Publicar un comentario