Por:
Milagros Bellido.
Hay una verdad
incómoda que todos conocen, pero que pocos se atreven a decir en voz alta: la
política, en nuestro país, se ha convertido en el club social de los mediocres.
No de los visionarios, no de los intelectuales, no de los que alguna vez
leyeron un libro entero sin aburrirse. No. Es el refugio de algunos que jamás
destacarían en otra profesión, salvo en la de vivir del Estado.
La política
debe ser un espacio para el debate de ideas, para el diseño del futuro
colectivo, para ese ejercicio noble de servir a los demás. Pero seamos francos:
¿qué intelectual de valía quiere someterse hoy al circo de insultos, fake news,
trolls pagados y campañas que parecen diseñadas en la mesa de un bar? Peor aún,
¿qué profesional exitoso va a permitir que un mediocre lo desautorice o imponga
sus decisiones sin ningún conocimiento del tema?
El resultado es
obvio: el espacio de los buenos se llena con lo que hay. Y los que no son
buenos han aprendido rápido. No necesitaron libros, ni preparación, ni
trayectoria. Les bastó con un par de frases hechas, una dosis de populismo y la
habilidad de sacarse selfis en mercados y plazas. Mientras tanto, el país los
premió con votos, porque normalizamos la idea de que gobernar es una actividad
espontánea, no un oficio que requiere disciplina, preparación y rigor.
Pero lo más
grave es que los partidos políticos —y hay que ser justos en decir que no
todos—, esos que deberían ser escuelas de ciudadanía, se convirtieron en
agencias de colocación temporal. No dieron la talla ante la responsabilidad de
formar líderes, no les importó la ideología, no empoderaron a la militancia.
Los usaron como se usan pancartas: para dar color en campaña, para llenar
plazas en mítines y, después, para dejarlos guardados en algún sótano húmedo.
Permitimos que
los partidos sean maquinarias que se activan en época electoral y se desactivan
apenas se reparten los puestos. En ese vacío de política de calidad, la
mediocridad se perpetúa. Sin partidos que eduquen, sin cuadros que crezcan, la
política queda secuestrada por improvisados. Y como todo ecosistema, este
también se blinda: el mediocre en el poder teme a cualquiera que piense, teme a
los preparados, y por eso los excluye. Prefiere rodearse de iguales, de
incondicionales, de obedientes. El mérito es sospechoso, la preparación es
peligrosa.
Alguien dirá
que la política siempre fue sucia. Cierto. Pero en algún momento de nuestra
historia, al menos, convivían los zorros astutos con algunos estadistas. Había
un debate ideológico, una lucha entre proyectos de país.
La culpa no es
solo de los políticos. También lo es de quienes pudiendo estar, no están. De
esos profesionales que, con un PhD bajo el brazo, declaran desde sus cómodos
escritorios que “la política es corrupta”. La renuncia de los capaces es la
gasolina de los incapaces. Quizá por eso, cuando uno revisa el panorama
electoral, nos sobran los dedos de la mano para detectar proyectos y candidatos
que valgan la pena. Y los intelectuales, desde sus cómodos balcones, calculan
escenarios, observando el circo que también se los llevará a ellos.
La política se
ha vuelto el club de los que no lo tenían; y como tal, tiene su cuota de
entrada: el que mejor se acomoda, el que se calla lo que incomoda y el que está
dispuesto a todo. Es un club en el que la mediocridad no es un accidente.
Y mientras los
partidos no recuperen su papel de formar ciudadanos y líderes, mientras los
mejores sigan ausentes, los peores seguirán escribiendo —con faltas
ortográficas y todo— la historia de nuestro país.
En estas
elecciones, los nuevos partidos tienen la obligación y la oportunidad de hacer
las cosas diferentes, por sus militantes como ciudadanos, por su partido y,
sobre todo, por el Perú; y de esta manera demostrar que la política no
continuará siendo un club de mediocres.
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